jueves, 27 de noviembre de 2008

El gen 0



Los gays somos capaces de hacer agujeros talla única en cualquier tipo de pared, siempre, eso sí, que dicha pared sea un tabique entre retretes... A lo mejor es algo que traemos de fábrica; parte de nuestro código genético específico: el gen del glory hole. Puede que tú no lo hayas hecho nunca, y puede que yo tampoco, pero el gen está ahí.


Yo tenía un wáter en Nottingham, al pie de la tienda de regalos en la que trabajaba...


... pasaba tanto tiempo en el wáter que el cartero bien podría haberme llevado allí el correo (C/ del Servicio del Centro Comercial, Retrete 2, Agujero 1, CP 00000).


Yo, ciertamente, nunca hice agujero alguno, pero siempre fui lo suficientemente caballeresco como para apreciar los esfuerzos y habilidades de mis congéneres a la hora de abrir aquellos agujeros por los que, más tarde o más temprano, todo cabía; y cuando digo todo, quiero decir to-do...

A veces la cosa empezaba con un minúsculo orificio... lo suficiente como para poder espiar al vecino y saber si te enfrentabas a un usuario real del wáter (venga, acaba ya...), a un falso usuario (¡Sí!), o, lo más confuso, a un gay que se estaba cagando (venga, acaba ya... ¡Sí!... venga, ¿acabas ya...?... ¡¡Sí!!).

A veces los agujeros eran tan grandes que, a efectos de sexo, es como si no hubiera tabique... en estos casos el tabique hasta venía bien... una especie de tope que le ayudaba a uno a mantener una buena postura, como una silla ortopédica. Y a veces el agujero era tan sumamente enorme que dos personas que habían entrado en retretes distintos acababan, tras algún ruidaco que otro, saliendo juntas del mismo... los demás, esperando impacientemente nuestro turno, no teníamos más remedio que aplaudir entusiasmados... era magia gay.


La cuestión es que en dicho wáter, al pie de dicha tienda, había uno de estos agujeros muy grandes... tanto que algún responsable del centro comercial finalmente decidió ponerle remedio: de un día para otro taparon el agujero colocando a ambos lados del tabique unas gruesas placas de metal.


Jamás lo olvidaré. Todavía hoy hay noches en que me despierto gritando aterrorizado... empapado de sudor, por supuesto.


Aquel día, antes de pasarme por el wáter, desde el mismo mostrador de la tienda, que estaba cerca pero no al lado, más bien de camino, yo ya sabía que algo se cocía... el ir y venir de mis congéneres era intenso... los intervalos no cuadraban... y había una especie de desesperación en el ambiente mezclada con una pizca de ultraje contenido... se escuchaban murmullos, finas voces escandalizadas... Tú te crees... media mañana en el autobús y ahora esto... qué poca consideración...


En cualquier caso, y para abreviar: tras la aparición de diversos rasguños desesperados sobre la placa de metal, a ambos lados, en la zona donde otrora estuviera el maxiagujero, se ve que alguien debió de traerse un maxitaladrador de su casa porque, también de un día para otro... voila... ahí estaba de nuevo el túnel.

Viva el gen 0.


Vayan pasando.

domingo, 23 de noviembre de 2008

La sala



Cuando la sala de espera está llena (que hoy no es el caso), y no queda ni un asiento libre, los retrovíricos formamos un círculo imperfecto...

...y en el centro del círculo, más corro de la patata que círculo sagrado, hay una cocinita y un castillo de juguete, y unos cajones con cuentos... todo ello sobre una pequeña parcela de moqueta con un estampado a base de Mickies y Minnies y Donalds... ¿Sera de imitación la moqueta, o tendrá etiqueta de Disney?

El círculo retrovírico siempre tiene apéndices: un grupito de pacientes sueltos, en su mayoría en sillas de ruedas, con goteros también sobre ruedas, depositados aquí y allá por las enfermeras; y luego están las pequeñas hileras de asientos multicolores, de plástico, pegadas a sólo parte de las paredes de la sala de espera, y de los pasillos que llevan a las consultas. Tres asientos... dos metros de pared desnuda... otros cuatros asientos... metro y medio de pared... ¿? Entre actos, las enfermeras te dicen que esperes en alguna u otra de estas hileras, como si cada minihilera tuviera una función distinta, que supongo que así será...

aquí si ya te han pinchado pero no te ha visto el médico...

aquí si ya te han pinchado y te ha visto el médico pero no la farmacéutica...

aquí si ya te han pinchado y te ha visto el médico y la farmacéutica pero tienes gonorrea;... ay... lo que nos vas a costar de criar... o de matar.

Los asientos en círculo, el castillo, los cuentos, las hileras colocadas sin ton ni son, el significado oculto de las hileras... a lo mejor la sala la ha organizado alguno de los hijos de alguno de los médicos... algún niño que se ha aburrido de su guarida hecha con dos sillas y una sábana y se ha liado con nosotros, los sumisos pacientes de Infecciosas; en vez de una guarida mágica, una sala de espera mágica; y aquí nadie rechista, que aquí siempre estás a la espera de que te pinchen... y nadie rechista cuando sabe que le van a pinchar, o a meter un bastoncillo por el glande o (perdón por insistir) un rectoscopio por el recto, que para eso está. No, de rechistar nada. En esta sala reina la docilidad.

En la sala hay cinco ficus lustrosos, muy cuidados, ¿muy de plástico? Pues no lo tengo muy claro.

Las paredes: del suelo hasta la mitad son de un azul claro tipo hospital, de mitad de pared para arriba son de un salmón claro tipo hospital... las dos mitades las separa una cenefa de muchos colores claros... tipo hospital... los cuadros de las paredes son de un soso, de un insignificante, de un ni-te-molestes-en-mirarme... tipo impresionismo hospitalario.

¿Por qué son siempre así los cuadros de los hospitales? ¿Por qué siempre barcas, campos, amaneceres y nenúfares, y siempre todo difuminado? ¿Y los marcos? Dorados y de plástico.

Esta sala de espera es políticamente correcta, está llena de supuestos toques hogareños, tiene tea-making facilities; abundan, en cualquier caso, las buenas intenciones, y eso lo compensa todo.

Alguien llega, le susurra algo a las recepcionistas y se sienta. Un hombre o una mujer. Las recepcionistas hablan, yo escucho. Alguien más se sienta. A saber quién. Mastico chicle. Creo que una enfermera se lleva a uno de los pacientes con su gotero sobre ruedas. Toqueteo mi libro. Miro hacia abajo. Un paciente habla con las recepcionistas y todos lo escuchamos todo. Vergüenza ajena. Leo un poco, pero que muy poco. Huelo el té que alguien se está haciendo en la cocinita de verdad, a la derecha del círculo de fuego, no la de mentiras, que está dentro y que yo juraría que no la ha usado nunca ningún niño retrovírico; pero ahí está.

Y alguien más se sienta, y creo que ya... la sala a tope... el círculo retrovírico arde... y yo me pongo a mirar los juguetes un rato, obsesivamente.

Entonces dicen mi nombre... y me levanto... y se supone que éste es mi momento, mi momento Oscar... "¿Francisco?... can you come with me, please?"... así que me siento justificado, me parece que puedo, aunque sólo sea un momento, muy rápido; y lo hago: hecho un buen vistazo al círculo, a las caras...

Nadie me mira. Ni una persona.

Somos todos iguales.

Los otros retrovíricos miran las revistas, miran hacia abajo, miran hacia los juguetes, miran hacia alguno de los cinco ficus, que la verdad es que son enormes...

Yo y otros... no nos miramos. Aquí nunca nos miramos a la cara. El que quiera mirar a la cara que se vaya a otro sitio.

Sigo a mi enfermera menos favorita, que me lleva a ver al Doctor W, y sé que después de esta primera visita tendré otra con otra persona, y me tocará esperar en alguna de las minihileras, y ya me siento aliviado. Creo que todos queremos estar en los apéndices. Todos queremos salir del círculo de fuego. Todos queremos ser el infectado por neglicencia, el que tiene escrito en la frente: "yo no"... A ellos les infectaron en una transfusión, durante un trasplante o algo así; nada sórdido, sólo trágico; ellos no son como nosotros, como los gays y las negras y los ex drogadictos. Ellos son los agraviados. Ellos sí que se miran, y ellos sí que hablan. Nosotros, los del círculo, los seropositivos sin excusa, no. La mayoría hemos salido de un armario pero nos hemos metido en otro. A mí no me mires... que yo no he hecho nada.

Acabo con el Doctor W y la enfermera N me dice que me espere justo donde yo esperaba que me dijera... la mejor hilera de sillas multicolores... desde aquí veo el círculo sin ser visto...

... a ver a ver a ver...

uno... dos... ¡tres!, ¡¡cuatro!!... ... ... ¡¡¡me he acostado con cuatro!!!

Claro... con razón...

No.

Que no.

Que es broma... que no me he acostado con cuatro tíos del círculo.

La verdad la verdad la verdad... es que yo aquí no conozco a nadie.

Y seguro que cambio de opinión... pero... ahora mismo, ahora mismo...

... me doy un poco de pena.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Mark Anthony




Yo tenía un consolador; pero un día lo tiré.

Era grande, era ancho (¿consoladores pequeños y finos?… para eso me quedo como estoy); era de color carne y era carnoso; era sustancial… estaba modelado en la polla de un actor porno británico, Mark Anthony, él también con su propio retrovirus particular, lo cual me ayudó a congraciarme con su miembro ya previa compra.

No tenía función vibradora, pero a mí eso me daba igual; tampoco tenía ventosa, pero es que pesaba mucho. El consolador, eso sí, venía con una bolsita de seda roja que se cerraba con unas cuerdas de color negro; tipo talega del pan pero para consoladores. Uno acababa con el consolador, lo limpiaba, lo guardaba en su bolsita satinada y aquí no ha pasado nada. Todo con mucha dignidad y glamour, que para eso estaba la bolsita roja, creo.

Yo quería practicar, porque —no me andaré con rodeos— siempre he sido un poco estrecho, y la gente, ante mis desistimientos y muecas, siempre decía que eso era lo que debía hacer: practicar… quizás también hacerme enemas para relajarme, o para que se relajara mi ano, o mi recto, o la próstata, o yo qué sé… Pero a mí lo de los enemas nunca me hizo mucha gracia, así que un día me dije: ¡a practicar!

Practice makes perfect.

Además, como cada seis meses me hacen la rectoscopia y siempre me parece tan molesta, pues pensé que igual a base de entrenar hasta empezaba a disfrutarlas. Dos pájaros de un tiro. Ya vería el médico que virguerías sería capaz de hacer con el rectoscopio en la siguiente visita; y una y dos y tres, pas-de-bourré.

Miré varios catálogos y me decidí por el consolador arriba descrito, sin escatimar en gastos. Me lo tomé como una inversión.

«Qué bonito… ¡y cuánto pesa!», pensé cuando por fin llegó, convenientemente, un sábado por la mañana. Tenía todo el día por delante. Lo metía en su saco satinado, cerraba las cuerdas, las aflojaba, lo sacaba y lo volvía a meter. Antes de ir al (gr)ano, y por puro instinto, lo chupé un poco, algo que enseguida decidí que no volvería a hacer.

Aquel primer día cierro las cortinas, enciendo la lámpara de pie, me quito el pijama y los calzoncillos, subo la calefacción, cojo lubricante y varios condones. Le pongo un condón a Mark Anthony y empiezo a sentirme un poco raro.

Ahora bien, el primer problema real: ¿dónde lo apoyo?

Pruebo en el suelo, pero no llevo ni un minuto intentado acertar con el ano en el consolador, tratando de no caerme (y sobre todo de no caerme y acertar a la vez), y los muslos ya me arden; es como una sentadilla infernal… no, yo así no aguanto; esto no es cómodo.

En aquel entonces no tenía más que una silla en casa, y era una silla giratoria de ruedas, en el cuarto de mi compañero de piso (ausente aquel sábado), y la silla parecía lo único con una altura medianamente adecuada.
Pruebo... Pongo una toalla... El asiento es ligeramente cóncavo, lo cual dificulta las cosas: el consolador se cae. Lo sujeto con una mano, con la otra me agarro al escritorio y para abajo voy… así no me duelen tanto las piernas, pero el consolador no es mágico, y yo siento que me estoy intentando meter un cono de carretera por un agujero que no existe; le pongo más y más lubricante, y siento que me estoy intentando meter un cono de carretera grasiento por un agujero que no existe; me intento convencer: esto no es imposible; es cuestión de tiempo, de tomárselo muy poquito a poco (aunque bien podría haber empezado por no comprarme el consolador más king size que había).

Me intento relajar… respiración rápida y entrecortada… respiraciones lentas y profundas, y el consolador sigue siendo como una columna jónica, dórica o corintia, dependiendo de la rapidez, la presión y el ángulo de entrada respectivamente; de vez en cuando me incorporo un poco, toco el glande del consolador y dejo el dedo ahí, en la punta, hasta que vuelvo a bajar, como para asegurarme de que estoy acertando. Y sí, pero cualquiera lo diría: esto es como darse cabezazos contra la pared…

Tengo un grave problema añadido: la silla se va alejado, que al fin y al cabo tiene ruedas para algo, y yo noto que mi atención se desvía y en vez de intentar autopenetrarme estoy intentado fijar la silla al suelo con la fuerza sobrehumana de los primeros milímetros de mi inflexible recto, como apuntalándola con el consolador, o incluso atrayéndola hacia el escritorio con diestros caderazos cuando veo que se desliza, el consolador más palanca que otra cosa. Esto tampoco funciona.

Pruebo sobre el escritorio, mucho más estable. Problema: el consolador queda demasiado alto y tengo que estar continuamente de puntillas… Ahora me arden los gemelos. Cuando no puedo más y me dejo ir un poquito… es una violación… no, esto tampoco; soy masoquista pero no tanto. Me separo un momento del chorreante objeto y lo empiezo a mirar con resentimiento... y le pongo más lubricante.

Relájate por Dios, relájate.
De vuelta a la silla.

Uf uf uf ufufuf…

Ay au ay au ayayayllallai…

uuffff, uufffff, uuufffffffff…

Ayyy, aayyyy, ¡¡¡aaaaaaau!!!

Tumbado en el suelo, boca abajo, retuerzo el brazo sobre la espalda para introducirme el consolador sin más. Tengo un poco más de éxito, pero la fuerza repeletoria de mi recto es exponencialmente mayor que la fuerza impulsora de mi brazo. Hay dolor, pero no hay placer.

Me rindo.

Y tras varias veces de lo mismo, kilo de lubricante arriba kilo abajo, enema arriba enema abajo, hemorroide de más o de menos, acabé por rendirme del todo.

Tiré el consolador, porque tenerlo ahí, inutilizado, me causaba angustia, y tampoco era como para revenderlo en Ebay. Me compré una película de Mark Anthony…

… y me quedé, eso sí, con la bolsita roja satinada.

Algo es algo.