domingo, 26 de octubre de 2008

El Doctor W







Yo tenía una granja en África…

... Bueno, en realidad, yo tenía unas verrugas genitales en el recto.

Y quien dice «tenía» dice «tengo».

Pero es que decirlo así, a lo Meryl Streep, con kikuyu imaginario incluido, creo yo que le confiere una cierta dignidad a mi drama anal que nunca deja de alegrarme; me proporciona un alivio instantáneo, como si de un buen achuchón de Hemoal se tratara, de esos achuchones con cánula en los que, debido a la imposibilidad de saber si sale algo o cuánto sale, uno se acaba poniendo una cuarta parte del tubo de pomada. ¿Quién inventaría las cánulas?

Estoy mareado. Escribo esto en el autobús, camino del médico, que hoy no sólo me va a hablar del retrovirus sino también de mis sacrosantas verrugas genitales en el recto (en la última consulta me hicieron una rectoscopia con biopsia incluida, y el médico tiene, se supone, noticias frescas). El médico es un encanto, pero se pasa de didáctico. Seguro que me vuelve a decir que mis verrugas tienen forma de coliflor, y yo esto nunca sé cómo tomármelo; yo por si acaso ya estoy practicando mi cara de estudiante agradecido y apesadumbrado, porque ante sus enseñanzas repetidas no sé hacer otra cosa que poner esa cara.

Me sometí a una intervención quirúrgica hace unos años para que las verrugas desaparecieran de mi sacrosanto recto, y lo medio hicieron, pero han vuelto; han revivido, y ya están aquí, y más que alejarse de la luz estas verrugas vengativas buscan la luz (crecen hacia fuera; toda una delicia). Es la venganza de las coliflores vivientes.

Estoy en la sala de espera; siempre quiero coger las revistas del corazón que hay en las coffe tables pero nunca me atrevo, y hoy no es una excepción. Saco un libro interesante y hago como que lo leo, pero no me puedo concentrar porque no paro de pensar en las revistas.

El médico me llama; entro, me siento y dispara: me cuenta lo de la carga viral, los CD4s, etc… y en cuanto empieza a dibujar sus gráficos explicativos con curvas ascendentes yo enchufo mi cara monjil.

Hablamos de las verrugas y llega el bombazo: todo ha salido bien, pero me dice que de vez en cuando debo autoexplorar mi propia y accidentada cavidad anal (con mis propios dedos, he de suponer), ello para estar al tanto de posibles cambios en mis coliflores. Yo escucho lo que dice y medio sin quererlo frunzo los labios e intensifico el gesto monjil y asiento, asiento con todas mis fuerzas para que cambie de tema lo antes posible, sobre todo porque en la consulta hay un estudiante de medicina (un chico joven, negro) que nos observa con un estreñimiento mayor que el mío, y yo no quiero hablar ya más de mis tubérculos en su presencia. Uno tiene su dignidad.

El médico cambia de tema por fin, y me pregunta cuándo es la última vez que he tenido sexo (algo normal aquí... más que nada para elaborar estadísticas supuestamente útiles):

—Hace unas tres semanas —miento. Fue ayer, en una encantadora y limpísima sauna gay de Birmingham, con tres hombres diferentes, pero cualquiera le dice eso al médico.
—¿Fue con una pareja estable o un contacto casual?
—Un contacto casual —En este aspecto siempre soy honesto.
—¿Qué hicisteis? —pregunta con tono desinteresado mientras escribe cosas en mi historial.
—No gran cosa —respondo; intento mantener la serenidad.
—¿Te folló o le follaste? —En esta clínica son muy liberales, y yo lo celebro, pero no acabo de acostumbrarme.
—No, no —digo yo como quien dice “Uy por Dios, habráse visto”.
—¿Sexo oral?
—No no —No puedo más… ¿y si volviéramos a hablar de mis amigas las verrugas?
—Entonces… ¿masturbación mutua?… ¿o algo así?… —pregunta sin levantar la vista del papel, y a mí casi me parece percibir en su tono una cierta decepción.
—Sí; eso; eso.

Al estudiante parece que lo han desenchufado; tiene los ojos mortecinos y yo creo que ya no quiere ser médico. A lo mejor él también tenía una granja en África y acaba de decidir que es hora de volver.

Acaba la visita, recojo mi bolsa de medicinas de la farmacia del hospital y ya de camino al trabajo, en el segundo trayecto en autobús, pienso: yo no quiero tocarme las verrugas. Yo no quiero pensar en ellas. Yo quiero olvidarme de que están ahí. Yo no quiero que me las quiten porque duele tanto que no lo puedo soportar (y la probabilidad de que retornen es muy elevada)… y total, yo ya me he acostumbrado a pasar sin mi recto para casi todo.

Pero pasa un rato y me resigno y me suavizo; bueno… va… vale… me autoexploraré… y pienso, que ya que me pongo, mejor será hacer las cosas como es debido; en cuanto me baje del autobús me voy de tiendas a comprar guantes de látex, lubricante y una libreta de tapas duras:

«Querido diario verrugogenital, hoy…».