miércoles, 10 de diciembre de 2008

La maculada concepción


Una de las pocas cosas que se me han quedado grabadas del día en que me infecté es que, mientras tonteábamos —y de qué manera— el hombre ya infecto y yo, una avispa nos acosaba. Hubo un momento en que la avispa llegó a posarse sobre su polla, y aunque a mí las avispas siempre me han dado miedo, y a lo mejor al hombre ya infecto también le daban miedo, la ahuyentamos y seguimos a lo nuestro… Yo no creo para nada en los avisos del más allá, y menos en los de las avispas, pero la verdad es que ese día el tonteo me dejó una sensación muy rara. Fue entre las dunas, el verano de 1998, y yo tenía 21 años. Pena, penita, pena.

Me intento acordar del tonteo y del hombre ya infecto, y sí, me acuerdo de que éste tenía bigote, pero en realidad lo único que veo con nitidez es la avispa… y un trozo de polla; nada bonito, por cierto.

De lo que sí me acuerdo muy bien es del día ése en que el médico aparece en la sala de espera, pronuncia tu nombre —en mi caso fue un número— y todo pende de un hilo, o más concretamente de si te llevan a una consulta de las de toda la vida o al cuartito de las malas noticias, y el cuartito de las malas noticias es inconfundible; cuando lo ves sabes que estás en él: el mío era más una salita de estar que otra cosa; había dos sillones más mullidos de lo normal, colocados uno frente al otro, con unos reposabrazos de madera muy anchos; y una mesa de centro redonda con, cómo no, una gran caja de Kleenex encima. Como para no sospechar.

La verdad es que en el paseíllo de la sala de espera al cuartito yo creo que ya se intuye.

El Doctor L dijo mi número y todos miramos nuestro papelito... yo miré al doctor mientras me levantaba y, aunque entonces no lo pensé, tenía toda la cara de alguien que te va a dar malas noticias: una cara intensa; no una cara de rutina, ni de aburrimiento; y en cierto sentido era también una cara de satisfacción, supongo que porque dar malas noticias tiene su aquel, y porque para qué te vas a meter a médico si no quieres que te salgan pacientes como Dios manda.

Paseíllo aparte, una vez entras en el cuartito ya lo tienes bastante claro, y aun así no puedes hacer otra cosa que esperar y contestar a las preguntas preliminares. El médico te pide que le confirmes la fecha de nacimiento, y tu dirección. Te dice que los parámetros de la analítica son buenos: colesterol, función hepática… Y te dice que no tienes gonorrea, y te dice que no tienes sífilis, y te dice que no tienes otras cosas que ya no te importaría tener, porque para entonces no te queda la más mínima duda de que tienes algo peor; pero tú ahí, diciendo «ah, ok, great, thanks», en el cuartito. Y entonces te dice:

«I'm afraid your test for HIV has come back positive».

Y tú piensas: ¿Le pregunto si “positivo” quiere decir que lo tengo, o será que si el resultado es positivo quiere decir que no lo tengo, porque anda que no sería positivo eso?…, pero sabes que no, que pensar eso es una tontería, porque estás en el cuartito de la malas noticias, y el cuartito es mucho cuartito.

Recuerdo que el Doctor L me hablaba muy despacio, igual por lo de ser yo extranjero, y dejaba silencios inusualmente largos entre casi cada frase. Yo sentí más vergüenza ajena que otra cosa, por la situación y por las expectativas. Al poco de darme la noticia cogió la caja de Kleenex y la puso sobre uno de los brazos de mi sillón, animándome a llorar, así sin más; y más tarde, por si no me había quedado claro, me dijo: «It’s ok, you know... to feel upset»; pero a mí seguía sin apetecerme. Qué decepción.

El Doctor L, que se acordaba de mí, del día que me hice las pruebas, me dijo que entre el positivo inicial y el test de confirmación había encendido una vela por mí en la catedral de Manchester. El Doctor L me había puesto una vela. En la catedral de Manchester... Ah, ok, great, thanks.

En una consulta vacía, a la que me habían llevado por si quería usar el teléfono, llamé a mi amigo Bryan, para ver si podía venir a recogerme; y entonces, a mitad de llamada, empecé a llorar, y además de verdad. En el 98, ésta era una mala noticia, y yo a fin de cuentas no me la esperaba. Yo había ido a la clínica por otra cosa. Nada más colgar el teléfono entró el Doctor L, que, satisfecho al fin, me abrazó.

Bryan vino a por mí, y hablamos de camino a casa, pero la charla no me consoló. Se lo conté a dos amigos más, al poco tiempo, pero me sentí solo. Y así una y otra vez, hasta que me olvidé.

Sois todos unos cabrones.

Todos menos el Doctor Lázaro.