domingo, 22 de febrero de 2009

Compuesto y sin regla



Un otoño, cuando tenía 14 años, me tomé 17 pastillas para la menstruación.

Me las tomé seguidas, una a una, con sus respectivos 17 tragos de agua, porque entonces no sabía que uno se podía tragar más de una pastilla a la vez. Cosas de la juventud.

No había mucho donde elegir en la caja de los medicamentos. O me mataba con las pastillas para la regla, o tenía que ser con algún invento tipo Equipo A, algo a base de esparadrapo, tiritas y un termómetro (y seguro que algo se podía preparar con estos tres letales ingredientes —¿soga al mercurio?—, pero yo no era muy manitas, y el Equipo A no era mi equipo).

También había unos supositorios, 3 o 4, nunca supe para qué porque enseguida descarté su uso. Aquello no me iba a matar.

En realidad las pastillas no eran más que paracetamol, pero yo entonces no lo sabía. Entonces eran Saldeva. «Eficaz contra los dolores de la menstruación», decía la caja, y eso es lo que menos se me olvida, el maldito eslogan. Yo suspuestamente me quería matar porque acababa de aceptar, para mis impolutos adentros, que era gay, y claro, todo el mundo sabe que lo que sigue a la aceptación es un intento de suicido; es de rigor para todo amante del drama que se precie. Soy gay, luego debo morir.

Quizás debería haberlo pospuesto. Aquel día, tras abrir la caja metálica, granate, de Pompadour y ver tan pobre surtido debería haberme dicho: Espérate una temporada... a que llegue la época de los resfriados por lo menos, y así ya te matas con una jarra de Ardine.

Ay Ardine; al ser en sobre me hubiera hecho efecto antes, y encima el trance hubiera tenido sabor a naranja, y no regusto a pildora. Pero claro, los intentos de suicidio no funcionan así. Tú te quieres matar y te da igual Saldeva que Saldevo.

La cuestión es que no me morí, y eso era lo yo quería: no morirme.
Lo que yo quería era verme forzado a vomitar la noticia; tener una excusa para plantarme delante, delante de esos dos seres, y que ellos me tuvieran que preguntar «por qué». Y así ocurrió. Lo que no conseguí fue la respuesta deseada, la aceptación, o la seguridad de que la aceptación llegaría, la certeza de que no pasaba nada... Conseguí una moratoria.

—A mí tampoco me gustaban las chicas a tu edad —dijo él amablemente, sentado en la silla de la horchatería. Ella acompañaba llorando, y eso tampoco se me olvida, su maldito llanto.

O sea, que no me quedaba otra que esperar unos cuantos años, y salir del armario otra vez, al menos para que me creyeran, para que no pensaran que era demasiado joven. El problema es que mi padre no me dijo a qué edad ya le gustaban a él las chicas, con lo cual me dejó un poco a oscuras. No pude poner una equis en el calendario.

Cuando salí del armario por segunda vez, a los 18, ya no me tomaron por demasiado joven, sino por alguien que está pasando por una fase. Una fase molesta y algo cabezona. No les culpo.

Porque todos somos heterosexuales hasta que se demuestre lo contrario, y demostrarlo en condiciones, con algunas personas, cuesta mucho. Siempre hay alguna excusa para hacer oídos sordos. Demasiado joven, demasiado temporal, demasiado anormal, demasiado asqueroso, demasiado antinatural, demasiado desperdicio.

A mis 32, las cosas no han cambiado mucho, excepto por el hecho de que ya no tengo un armario del que salir; y en cierto sentido me gustaría volver a encontrarme con mi armario, y meterme en él, al menos un rato, por los viejos tiempos.

Pero el armario, con todas sus cosas, está desaparecido.